Elogio
del abogado
Hernando Londoño Jiménez [1]
En esta fecha clásica, cuando nos congregamos para
sentirnos agradecidos por pertenecer a una profesión ilustre sin la cual sería
imposible la convivencia humana, convienen serias y profundas reflexiones sobre
la misión que nos corresponde en la interpretación del derecho y nuestras
invocaciones a la justicia. Pero además, debemos tener conciencia de que en el
azaroso e injusto mundo en que vivimos, no podemos quedarnos anclados en la
interpretación de los parágrafos e incisos de las leyes y de los códigos, ni en
los alcances de doctrinas y de jurisprudencias, sino que tenemos que participar
también en la lucha por un mundo mejor, para que haya menos desigualdades e
injusticias, para que las libertades públicas no sean encadenadas por los
amos del poder, para que se protejan los derechos humanos, principalmente de
los más humildes, para que la paz tan anhelada la sigamos buscando a través de
la justicia, para que, en fin, desde nuestros estrados y tribunas, con nuestra
fervorosa palabra hablada y escrita, continuemos cada uno nuestro oficio, con
la dignidad y el placer espiritual de estar sirviendo una hermosa profesión que
tanto servicio le ha prestado a la humanidad.
La verdad es que sin nosotros, bien, administrando
justicia o invocándola, imperaría la ley de la selva, el ejercicio arbitrario
de las propias razones o la dictadura de la fuerza bruta. Es cierto que nuestro
nombre se mantiene en el oleaje de las turbulencias humanas, que somos los
contradictores públicos de muchas causas ajenas, que vivimos en la controversia
de las ideologías jurídicas, pero también es verdad que hemos sido parte
significativa en la cultura y civilización de los pueblos. Ya desde el antiguo
derecho romano, en épocas marcadas por el rampante militarismo, al abogado se
le consideraba como personaje esencial dentro de la sociedad de su tiempo,
haciéndosele acreedor de la confianza pública por la dignidad de la que estaba
revestido. En uno de los elogios de la época se decía:
“Creemos que en nuestro imperio no solo militan los
que están armados de espada, yelmo y escudo, sino también los abogados.
Militan, pues, en las causas, y ellos con su voz gloriosa defienden la
esperanza de los infortunados, la vida y la posteridad”. Y recordemos también
cómo en la Grecia, cuna de la civilización, la actividad del abogado comenzó
con la figura del orador, a cuya elocuente palabra confiaban los ciudadanos la
acusación o la defensa ante los jueces del pueblo, frente a los tribunales
populares.
Es grandiosa la noble misión que nos ha conferido
la sociedad y el Estado. Somos también una magistratura, por el respeto que le
debemos al derecho, por la mística con la que debemos buscar los sagrados
caminos de la justicia, por el anhelo siempre renovado por encontrar la verdad.
Ejercemos también un sacerdocio laico, porque al igual que en el sacerdocio
religioso, en el nuestro es donde se descubren las mayores miserias del género
humano. Aquí es donde se confiesa el hombre en todas sus transgresiones a la
ley moral y a la ley positiva, donde descubre su alma en todas sus caídas,
donde muestra su corazón en todas sus turbias pasiones. Esas culpas tremendas
de sus vidas también llegan a nuestro confesionario para mantener también su
sigilo o poderle suministrar una justificación a la justicia. Con razón decía
CARNELUTTI, refiriéndose a los abogados: “Mirándolo bien, ellos son los
Cirineos de la sociedad: llevan la cruz por otro, y ésta es su nobleza. Si me
pudierais una divisa para la orden de los abogados, propondría el virgiliano
sic vos non bobis: somos los que amamos el campo de la justicia y no recogemos
su fruto”.
Su palabra hablada o escrita ha sido mensajera de
grandes destinos, le ha servido a la justicia de soporte en sus sabias
decisiones, le ha abierto camino a la sensatez de doctrinas y jurisprudencias,
ha plasmado las constituciones y códigos de las naciones civilizadas, le ha
mostrado los caminos de la democracia y de la libertad a los pueblos. En la
historia de la humanidad están las páginas luminosas que ellos escribieron para
construir un estado de derecho, para retornarlos a la civilidad después de
épocas de oscuras tiranías; sus ardorosas luchas han sido para darle a la
justicia la nombradía que le corresponde, para que las armas del derecho no
sean instrumentos jurídicos que abran los caminos de la arbitrariedad y el
abuso, sino postulados que tiendan a la equidad y a la solución pacífica de los
conflictos entre los hombres. Ellos, más que ninguno otro, son los depositarios
de las angustias de la humanidad, porque son la voz de los encarcelados, son el
grito desesperado de todas las víctimas de violaciones de derechos humanos, son
la esperanza de los condenados a muerte, la protección de los perseguidos en
forma injusta, los defensores de todos los oprimidos, los firmes custodios de
las libertades públicas y voceros de las injusticias sociales. En nuestra
palabra se sumerge todo el dolor de los hombres y se retrata toda la angustia
de la humanidad por los diarios pesares de la vida. Por eso, uno de los más
justos elogios del abogado lo hizo MOLIERAC:
“Hay en el ejercicio de nuestra profesión una
belleza que pervive y que garantiza la perennidad; queda todo lo que nuestra
palabra contiene de verdad; tiene el raro mérito de poner de manifiesto la
superioridad de la inteligencia sobre la fuerza, del espíritu sobre la materia.
La orden de los abogados está a la altura de nuestro carácter, de nuestro
talento y de nuestras virtudes: soplando juntos al fuego, haremos crecer la
llama”.
Hemos dicho que el campo de acción del abogado no
puede circunscribirse al simple ejercicio de su profesión, sino que su palabra
debe resonar en otros escenarios, hacerse sentir en otras instancias, no callar
ante tantas abominaciones de los de arriba contra los de abajo, ni hacer
criminal silencio frente todas las travesuras morales del poder. Somos una
especie de milicia desarmada que batallamos día a día por causas hermosas, por
ideales eternos, por principios que no se pueden dejar avasallar ni en
las circunstancias más difíciles y peligrosas de la vida. De ahí el recuerdo de
nuestro clamor de otras épocas a los juristas colombianos:
Como conocedores que somos de la ciencia jurídica y
de las reglas que trazan los caminos de la justicia, tenernos el solemne
compromiso moral ante la sociedad de velar por ellas. No importa que sus
enemigos sean muy poderosos, porque a nosotros nos basta con tener la fuerza
del derecho, mientras que ellos no tienen sino el poder de la arbitrariedad a
nombre de una investidura que han deshonrado. Por eso nos podemos enorgullecer
de lo que sobre nuestra abogacía dijo bellamente RAFAEL BIELSA: “Ninguna
profesión obliga más a la defensa de la libertad, del derecho, de la moral
política, que la del jurista. Sin el coraje cívico, jamás la libertad de un
pueblo puede asegurase, decía el filósofo moralista BARNI. La abogacía es una
milicia no impulsiva, sino serena, constante, heroica, razonada y consciente”.
Si logramos registrar estos atributos en nuestro quehacer de cada día, le
habremos otorgado la más alta y esplendorosa dignidad al título que recibimos y
que nos coloca en “una orden tan antigua como la magistratura, tan noble como
la virtud y tan necesaria como la justicia”.
Si, nuestro compromiso no es sólo con los códigos
sino con el hombre; si no podemos vivir aislados de otros mundos, de otras
vidas que murmuran sus miserias y gritan sus dolores tan cerca de nosotros,
nuestros pasos tienen que estar en otras direcciones y nuestra palabra alcanzar
otros estrados para no pecar por la indiferencia o de olvido o de cobardía
moral frente a quienes no tienen voz para defender sus derechos o reclamar la
justicia que se les niega desde todos los poderes. Por eso, cuando nuestra voz
no resuena en los estrados judiciales para invocar la justicia por la cual
luchamos, no podemos darle licencia a la palabra para comodidad de nuestras
vidas, cuando la dignidad humana es menospreciada y ofendida por despreciables
agentes del Estado o tenebrosas organizaciones civiles. De allí que debamos
fustigas esa oscura horda de los torturadores, para ver si algún día adquieren
conciencia de lo sagrado de la persona humana, cualquiera que haya sido su
falta contra el Estado, cualquiera que haya sido su delito contra la sociedad y
el orden establecido; o levantar la voz, muy en alto, para defender a los
indígenas víctimas de la fuerza pública, de subversivos y paramilitares, de
esos indígenas abandonados de la Iglesia, perseguidos por los terratenientes,
convertidos frecuentemente en carne de cañón a impulsos de la desenfrenada
codicia por arrebatarles sus tierras; o defender los derechos humanos de los
presos, para que algún día los directores de prisiones y ministros de justicia
comprendan que no pueden convertirse en simples carceleros con la exclusiva
mentalidad de su política represora, sino que deben dignificar sus cargos
dignificando a su vez la vida en las prisiones para que el hombre que llega
allí por sus conflictos con la justicia no sea la víctima de una atroz venganza
del Estado, sino un ser humano en plenitud de sus derechos esenciales que por
ninguna razón le pueden ser desconocidos ni quebrantados. Y cómo se puede ser
indiferente ante los tenebrosos escuadrones de la muerte que en ciudades,
campos y pueblos siembran el terror derramando la sangre de inocentes con la
falsa moral de limpiezas sociales, como si el pobre mendigo o el niño de la
calle, anémico y muerto de hambre, como si la prostituta desamparada, como si
el ladronzuelo de baratijas para poderse comer un pedazo de pan amargo, por el
solo hecho de serlo, merecieran la pena de muerte, arrebatarles en forma tan
cruel e inhumana el derecho a vivir, a compartir con nosotros este valle de
lágrimas que nos fue asignado en la economía del universo.
Por eso en uno de nuestros libros hemos dicho que
si se hiciera un escrutinio sobre las páginas de la historia universal o en la
pequeña crónica de los pueblos, para saber quiénes son los que más han sufrido
persecuciones, ostracismo, cárcel y muerte por la defensa de los grandes
ideales de una Nación, por su lucha a favor de la libertad y de la justicia,
por su enhiesta rebeldía frente a los gobiernos de facto, a las tiranías y
despotismos de todas las ideologías políticas, indudablemente resultaría que
han sido los abogados quienes han pagado la mayor cuota de sacrificio por la
defensa de aquellos valores sobre los cuales no se puede transigir, porque son
un breviario de principios eternos insertos en la vida espiritual del hombre.
También es su deber luchar contra las leyes
injustas, para preservar la dignidad del derecho y mantener erguido el sagrado
templo de la justicia. No es infrecuente que gobernantes y legisladores se
aventuren por los ásperos caminos de la arbitrariedad y de la injusticia contra
el pueblo, en cuyo caso no se puede permitir la vigencia tranquila de las
leyes, sino censurarlas, combatirlas, demandarlas para que el despotismo
jurídico sienta que como en la decimonónica expresión de la Patria Boba, hay
luz en la poterna y guardián en la heredad. Por eso, no pueden ser entonces, a
sabiendas, pregoneros de la iniquidad, defensores de una injusticia, cómplices
de una arbitrariedad, artífices de una violación al derecho, porque, de serlo,
estarían mancillando su investidura, contrariando la verdadera misión que deben
cumplir ante la sociedad, colocándose en el mismo lugar de quienes violan la
ley o se han rebelado contra el orden y armonía que debe regir las relaciones
sociales. Con razón escribió don ÁNGEL OSSORIO en El alma de la toga, ese
hermoso libro que debería constituir un breviario para abogados:
“…Todo esto demuestra que el abogado no puede ser
un esclavo de la ley. Dentro del orden legal hay que moverse, claro está, y no
cabe desconocer la realidad de las leyes. Pero batirse contra ellas por
arcaicas, por equivocadas, por imposibles, es un deber primordial de los que
pedimos justicia. No se olvide que el abogado es por esencia un sujeto
contradictor; que siempre se halla en lucha contra otro y contra todos los
poderes habidos y por haber. Si no fuera ésta su función o si no tuviera valor
para desempeñarla, no merecería la pena que hubiera abogados en el mundo. Pues
si puede luchar contra tantas cosas, bien legítimo es que luche contra la ley
misma, siempre que, según su leal entender, le asista la razón”.
“En ciertas ciudades de Holanda viven en oscuras
tenduchas los talladores de piedras preciosas, los cuales pasan todo el día
trabajando en pesa, sobre ciertas balanzas de precisión, piedras tan raras, que
bastaría una sola para sacarlos para siempre de su miseria. Y después, cada
noche, una vez que las han entregado, fúlgidas a fuerza de trabajo, a quien,
ansiosamente las espera, serenos preparan sobre la misma mesa en que han pesado
los tesoros ajenos, su cena frugal, y parten, sin envidia, con aquellas manos
que han trabajado los diamantes de los ricos, el pan de su honrada pobreza.
También el juez vive así”.
No obstante que los carbones y pinceles de DAUMIER
se empaparon en vinagre y venenos para hacer la caricatura de los abogados a
quienes llamó “seres insensibles pagados para simular emociones, más
preocupados de su imagen que de la justicia”, la imagen del abogado se alza a
través de la historia de la humanidad para demostrar que sin sus luchas por el
derecho y la justicia, que sin su palabra y su pluma erguidas en defensa de la
dignidad humana y de la libertad de los pueblos, habría sido más la infelicidad
del hombre sobre la tierra por la impune violación de sus derechos
fundamentales. Razón tuvo el filósofo del derecho cuando dijo: “En la toga
radica el último refugio de la libertad, ya que cuando todos callan bajo el
peso de la tiranía, de vez en cuando brotan de la toga voces dignas y
arrolladoras”.
La solidaridad en este día del abogado es también
con los jueces de Colombia con quienes compartimos los afanes de la justicia,
ellos impartiéndola y nosotros invocándola. Ellos más que nadie conocen
nuestras angustias, de nuestros júbilos, de nuestros ímpetus, de nuestras
esperanzas, hasta de nuestras injusticias con ellos cuando la suerte de las
causas que defendemos nos ha sido adversa; pero también los miramos en toda la
grandeza de su investidura, en toda la majestad de su misión, en toda la
avasalladora fuerza moral de sus sentencias que apoyadas en el derecho y en la
equidad realizan la justicia. Por eso, simbólicamente se ha dicho que nuestra
toga está hecha del mismo paño que la de los magistrados. Con los jueces,
oficiamos en el mismo templo, tenemos dignidades semejantes, nos desvelan los
mismos problemas, porque tanto ellos como nosotros caminamos en la búsqueda de
los mismos ideales de justicia y verdad.
Por eso cuando escribo libros sobre los actores del
drama judicial, sobre las llamadas partes en el juicio, no pueden faltarme las
páginas emocionadas sobre el juez en toda su esplendorosa majestad como
administrador de justicia. Es la misma emoción cuando leo las encendidas
alabanzas que sobre su hermosa misión cumplen en forma silenciosa en sus
austeros despachos judiciales, como en esta preciosa alegoría de RUDOLF
STAMLER:
“En las anchas faldas de una colina alzábase, desde
tiempos remotos, un espléndido templo. Se le divisaba desde muy lejos. Piedras
bien talladas servíanle de cimiento y las líneas firmes y armoniosas de su
fábrica se erguían gallardamente. Sabios sacerdotes velaban, en el interior,
por su cometido de guardar el templo y atender a su servicio. Desde lejanas
tierras acudían en tropel los peregrinos a implorar ayuda. Y quien se sintiese
solo y abandonado, salía de allí siempre fortalecido con la clara conciencia de
que a cada cual se le adjudicaba con segura mano lo suyo y de que el fallo era
cumplido inexorablemente. Tal fue el Templo del Derecho y la Justicia”.
En ese mismo Templo del derecho y la Justicia
también hemos oficiado nosotros; ahí hemos estado por años defendiendo ese
baluarte de la civilización, esa fortaleza de la paz entre los hombres, ese
santuario donde nuestros labios tantas veces se han abierto para pronunciar la
palaba portadora de nuestro estremecido mensaje a la conciencia de los jueces
para la justicia que invocamos.
Tomado
de: Londoño Jiménez, Hernando. Elogio del abogado. En: Ossorio,
Angel. El alma de la toga. Bogotá: Leyer, 2005, pp. 5-12.
[1] Discurso pronunciado el 6 de julio de 2000 en
el homenaje y condecoración recibida como Abogado Sobresaliente en el Foro
Antioqueño. Distinción otorgada por el Colegio Nacional de Abogados en el
recinto del Concejo de Medellín, en la celebración del “Día Clásico del
Abogado”
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